Cuando creí que el paso del verano con sus colores rojizos, sus amaneceres rosados habrían atemperado el dolor, crucé la montaña para entrevistarla.
En el camino me detuve, una mujer de ojos azules como los zafiros lloraba al borde de un lago.
Pude ver que el viento había extendido sus largos dedos helados con la intención de convertirla en prisionera de sus recuerdos.
Ante esa figura doliente saqué fuerzas de donde no tenía para correr a su lado.
No pude alcanzarla.
Sus lágrimas habían formado surcos en el camino.
No era el momento de abordarla.
Soy humana ello me llevó a esperar unos días para encontrarla tranquila en su refugio.
Por teléfono confirmó la charla.
Solo llevaría el grabador para atesorar sus palabras.
No la torturaría con imágenes que hubiera sido nexo para llegar al éxito.
Encontré a una mujer que no estaba entera tal cual la había conocido.
La mirada antes brillante estaba cubierta por un velo de nostalgia.
Me contó que su pasión por las letras había desaparecido en el mismo instante que el hombre con quien había compartido una vida entera, buscaba el aire perfumado de gardenias para seguir amándola.
Nada de eso ocurrió, la muerte le mostró por vez primera el rostro anguloso de la posesión de otros seres.
No puede describir si estaba vestida de negro o cual era el color de su atuendo.
Solo sabe que sostuvo su mano hasta que el silencio se escuchó como un grito desgarrador.
Estaba ante una mujer rota.
La impotencia me impedía consolarla.
Desandé el camino y lloré junto a su alma.
En ese instante enmudecieron las palabras.
Solo recuerdo que me dijo que tenía alas en los pies cuando visitaba el sepulcro del ser amado.
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