La vida me ha condenado al ostracismo, a la soledad donde no
se perciben los colores.
Al silencio eterno que solo es interrumpido por mis propios sollozos.
Al silencio eterno que solo es interrumpido por mis propios sollozos.
Soy un hombre sin edad si tomo como parámetros todo aquello
que acordé con el destino, sería un anciano contenido en un cuerpo al que no
reconozco.
Las mujeres con las que he disfrutado las mieles del amor
decían hace tantísimo tiempo
que era un hombre agradable, reconocían que nunca me había
faltado nada.
Error grosero, ninguna de ellas supo comprenderme y no las
culpo, tal vez no supe entregarles abiertamente mi corazón, no las culpo
ninguna supo atemperar el carácter taciturno.
Casi todas creían que gozar de una buena posición económica
era suficiente para borrar los recuerdos, ninguna de ellas intentó tan solo una
vez limar los barrotes que sutilmente enrejaban mi alma.
Siempre que trataba de contarles mi pasado encontraban la excusa
perfecta para callar mis palabras.
Enseguida programaban un viaje, accedía gustoso ya que en
ese entonces partir hacia otros mundos posibilitaba que tuviera momentos
fugaces de felicidad.
Todos los paisajes eran amenos en buena compañía.
Poco importaba si nos dirigíamos al mar o la montaña, al
campo o las ciudades más cosmopolitas del orbe.
Disfrutaba las playas de arena blanca, escalar los cerros más
altos, esos que hacen que el corazón se precipite en latidos, a punto tal de
pensar que quizás esos instantes no regresarían nunca.
Sediento bebí besos de labios semejantes a los rubíes, no dudaba entregar mi amor a quien creía sería la mujer
de mi vida.
Lamenté más de una vez despertar en soledad, de las
llamaradas vividas en las noches solo quedaban cenizas.
Las almohadas conservaban el hundimiento producido por el
apoyo de las cabezas, hebras de cabello con los que había tejido ilusiones.
Ilusiones que morían al ver las notas de despedida, otros
compromisos las esperaban.
Una y mil veces me preguntaba cómo podía haberme equivocado
tanto.
A medida que surgían los abandonos sentía que iba perdiendo
los matices de una vida con demasiado
materialismo y nada espiritual.
Regresaba a mi país a controlar los negocios, curiosamente, pese a mi estado de ánimo funcionaban de manera óptima.
Comencé a delegar
responsabilidades, era una manera de premiar la fidelidad de un puñado de
empleados.
Quería viajar solo, encontrar mi destino en el lugar más
alejado posible.
Después de diez y ocho horas de viaje aterricé en Moscú,
poco me importaba el invierno, el frío que calaba los huesos.
Recorrí museos, la Plaza
Roja estaba cubierta de copos de nieve, contraté todas las excursiones posibles para
conocer un país inmenso.
Una mañana de enero tuve el día libre, podía ir al lugar que
quisiera.
Mis pasos se dirigieron a la estación central, los trenes
repletos de trabajadores se dirigían a las estepas.
Ningún abrigo podía morigerar el frío.
Una voz femenina daba la orden de partida, esa voz
cristalina como el susurro de los pájaros los despedía.
Sabiendo que muchos no regresarían por la rigurosidad del
trabajo, sus memorias guardarían esa despedida que sonaba como música
acariciando el alma..
En el salón comedor pese a que era temprano la mayoría de
los pasajeros bebía vodka o agregaba unas gotas al café para calentar el espíritu.
Igor sabía hablar español, con él compartí momentos
inolvidables.
Fue quien me contó por qué la despedida siempre la hacía una
mujer, los que tenían la suerte de regresar eran recibidos por la voz de un
hombre.
Al trabajador no le sorprendía que filmara la aridez del
paisaje.
A mitad de camino le conté que había quedado encandilado por
la voz que había escuchado al partir.
Con una sonrisa prometió me presentaría a la muchacha en dos
días.
Vielka estaba a su cuidado desde que era pequeña, con su mujer
la habían recogido el mismo día que la niña había perdido a su padre.
Fue uno de los tantos que no soportó el clima gélido.
Cuarenta y ocho horas eran suficientes para encargar un
arreglo de rosas que llegaría en perfecto estado de conservación desde mi
patria.
Esa noche Igor y su mujer prepararon una copiosa cena regada
por buen vino.
Apareció en escena Vielka, no podía ser más hermosa, los
cabellos rubios enmarcaban un rostro perfecto.
La mirada se parecía
a los lagos celestes que había capturado el día anterior.
El terror se apoderó de mi, la joven aún no había cumplido
la mayoría de edad.
El amor se hizo presente, atropellaba con ímpetu.
Le pedí a Igor permiso para casarme con ella cuando
cumpliera la mayoría de edad.
Le rogué me presentara un escribano, quería testar en vida.
Las fábricas serían para mis empleados, mis sobrinos heredarían
parte de mi fortuna.
Abrí una cuenta a nombre de Vielka, con ese dinero podía
pasar el resto de su vida sin pasar privaciones de ninguna índole.
Durante unos meses decidí establecerme en Moscú, Vielka
debería cumplir la mayoría de edad para poder desposarla.
Dejó su trabajo en la Estación Central ,
nos casaríamos en la catedral de San Petesburgo en la próxima primavera rusa.
Para la ocasión contraté los servicios de los mejores
floristas, mis amigos asistirían a la celebración.
Raúl no estuvo de acuerdo, le pareció un enlace precipitado.
Advirtió en todos algo que el amor no me había permitido ver.
Mi secretaria sería la madrina de casamiento, sabía que
siempre me había amado en silencio.
La catedral se veía majestuosa, el ejecutante del órgano
ofrecía
a los asistentes piezas musicales magníficas.
La tradición dice que las novias siempre demoraban.
El corazón cabalgaba en mi pecho.
Vielka jamás llegó a la ceremonia.
Había perdido al amor de mi vida.
Regresé a mi patria, revoqué el testamento concedido a quien
fuera mi futura esposa, no fue tarea fácil cuando tienen que intervenir
organismos oficiales.
Logré objetivos que no me servían para nada,mi alma estaba
lastimada y decolorada.
Antes de convertirme en este hombre gris que no aprecia la
vida, supe que Igor había vendido a Vielka en varias ocasiones, el está preso
en una cárcel, ella se suicidó.
Nunca sabré si me amó tanto como yo a ella.
Me dirijo al fiordo más alto de la comarca, no escucho el
pedido recurrente de Violeta, mi secretaria de toda la vida.
Camino como un autómata, las lágrimas me impiden ver el
horizonte, por primera vez sé lo que quiero, salto las rejas que contienen a los
turistas.
Violeta trata de impedir mi salto al abismo.
Como puedo me suelto de esas amorosas manos que me sostienen,
en segundos caeré a las profundidades del océano.
Tal vez en la oscuridad sin color me encuentre con el amor de
mi vida.
Tal vez en la eternidad pueda encontrar a Vielka.
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