Visitar París es asociarlo inmediatamente no solamente con
la torre Eiffel sino con el Museo de Louvre o cualquiera de sus famosas
iglesias.
Tuve la suerte de viajar como esposa de un diplomático,
mientras mi marido asistía a foros internacionales, mi tiempo libre podía
emplearlo como quisiera,.
Tenía en claro que en mi agenda incorporaría visitas a
lugares que bajo ninguna circunstancia deben obviarse, ello incluía museos,
iglesias famosas, casas de arte, sitios originales donde el ciudadano se reúne
para charlar.
En pleno vuelo conocería a quienes me acompañarían en mis
supuestas horas solitarias.
Dos mujeres a las que había visto muy poco en las típicas
reuniones de las embajadas, sus maridos representaban países lejanos y llenos
de magia.
Tenerlas cerca fue un soplo de alegría, paz y confianza.
La nave aterrizó en el aeropuerto Charles de Gaulle a la
hora prevista.
El sol recién despertaba comenzando su ascenso a los cielos.
La casualidad quiso que las tres parejas nos alojáramos en
el mismo hotel el Amarante sobre Champs.-Elysées , único por sus detalles,
ubicado estratégicamente para tener todo a mano.
Los matrimonios fuimos alojados en distintos pisos.
Combinamos en cenar juntos dado que ese día por ser el de la
llegada no se llevaría a cabo ninguna convención.
La noche parisina en las postrimerías del verano es
encantadora, el tiempo nos acompañó durante toda la velada.
La brisa suave movía sin prisa y sin pausa algunas nubes que
se habían formado en el Universo, la idea era mostrarnos el esplendor de las
estrellas.
El pabilo de las velas que adornaban la mesa se mecía
suavemente, contenido en una bella copa cuyo pie estaba cubierto por un
delicado como perfumado arreglo floral de flores silvestres.
Durante el café los hombres trazaban estrategias respecto al
primer foro que debían cumplir durante el día siguiente.
Ela, Liz y yo trazábamos la primera vista en la Ciudad Luz.
Inevitablemente el destino elegido sería el Museo de Louvre.
Nos ocuparía buena parte del día recorrerlo y admirarlo.
El punto de reunión sería el Café de la Paz.
Cómodas con nuestras cámaras y celulares guardados en las
mochilas, abordamos un taxi que nos dejó frente al Ala Richelieu.
Por allí ingresaríamos, impactante la construcción del
renacimiento.
Curvas suaves dejaban paso a columnas trazadas con maestría
que sostenían un edificio de belleza impresionante.
El interior no se puede describir con palabras.
El arte de todos los siglos está contenido en sus paredes.
Lienzos que producen emociones inenarrables, no solo por su
belleza innata sino por su antigüedad que data de milenios.
Los flashes de las cámaras portadas por los turistas
asemejan luciérnagas encerradas en un espacio mágico.
Antes de almorzar nos dirigimos al espacio ocupado por
pintores amateurs.
Los hay de todas las razas, religiones y creencias.
Se les permite copiar las obras de los grandes siempre y
cuando introduzcan en su propia obra algún detalle que las diferencie del
original, sostengo que solo es necesario la impronta que nace en las manos del
artista, que cual pájaros sostienen en su pico pinceles que vuelan sobre la prístina
tela.
Cada entrega es una obra original en si misma, no importa si
ha sido copiada de un talento reconocido, la diferencia la otorgan los
sentimientos al guiar las manos para lograr un trazo.
Hoy ha sido una experiencia inolvidable.
Por la noche cenaremos a bordo de un catamarán.
Las luces no solo serán guía de un derrotero anhelado, también
iluminarán la magia del Río Sena.
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