Mariana subió la escalera sin encender la luz.
Hace poco que se ha mudado a una mansión que heredara de su abuela.
La vista al lago es uno de sus mayores placeres, durante el día quienes practican deportes acuáticos la entretienen.
Por las tardes camina por la orilla, cada piedra que lo bordea tiene su propia historia.
Le gusta escuchar el canto de los pájaros cuando regresan a los nidos, en el preciso instante que el sol busca descanso dejando el lugar al primer destello de la luna.
Debe regresar a la casa, mañana la misma será poblada por la risa y anécdotas de los amigos entrañables.
Mientras la cena está terminándose en el horno, prepara la habitación en la que se alojarán los invitados.
Creía recordar que en el piso superior había tres puertas.
Lleva en un canasto todo lo necesario para armar la que ocuparán los huéspedes.
Sobre la ropa de cama las flores que cortó del jardín, ellas dan vida y color.
Tantea el picaporte, éste no ofrece resistencia.
Una luz envolvía el cuarto, al ingresar sintió que flotaba.
Una sensación de paz la invadía.
Suspendidos en el aire los retratos de sus familiares, la recibían.
Escuchó la voz de su abuela llamándola, pidiéndole se acercara.
La vestimenta de la joven había cambiado por una túnica blanca, un cinturón de estrellas ceñía la cintura.
Estaba descalza.
No tuvo miedo.
La anciana la llevó a un patio poblado de flores, las fresias inundaban el sitio con su fragancia.
Ahora era una niña, anudado el cabello con cintas rosadas.
Corría alegremente bajo la atenta mirada de la abuela.
Como en una película pasaban etapas de su vida.
La escuela, el primer amor, el beso robado por el hombre de su vida.
El llanto del primer hijo, noches desveladas.
Francisco alarmado por la tardanza de su mujer sube.
Todo está en órden.Con la linterna ilumina los cuadros.
Desde la tela de uno de ellos, Mariana le sonríe.
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