Cuando leyó ese párrafo cerró el libro, no era posible que en un futuro no lejano desaparecieran los bosques sureños.
No quería creer eso que se estaba mostrando como las primeras evidencias del fin.
Una vez más utilizaría su vehículo predilecto, la imaginación que es capaz de llevar el tiempo hacia atrás.
Recordó su llegada a ese sitio inhóspito, volvió a temblar al evocar el paisaje blanco, comenzaba en la cúspide de los cerros deslizándose suavemente hasta morir en el mar.
Las lágrimas dejaron huellas en el rostro y en el alma.
Se preguntó si alguna vez volvería a observar las flores que en ese instante añoraba.
Rojos, azules, rosados, amarillos había desaparecido, solo nieve en cualquier sitio que posara la mirada.
El frío persistente no lograba que imaginara que en ese lugar el colorido traería colores y fragancias.
Meses después el panorama era diferente.
Los leños que la abrigaban no volverían a crepitar, arrojando chispas que morían en su camino a la elevación.
Abrió el ventanal, el aire fresco traía aromas de pinos.
En la pared del jardín las campanillas mostraban sus primeros pétalos.
A la nieve le había robado el color, pequeñas estrías rojas aumentaban la belleza de esos racimos de flores.
El árbol de Calafate estaba cubierto de pequeñas flores amarillas como un rayo de sol.
La vida renacía en cada flor.
Cuidando de no ser lastimados por las espinas los frutos de Chaura traían el color rojo de la pasión.
Sonrió feliz, en ese lugar donde la majestuosidad del paisaje decidió instalarse para siempre, también había flores, alegría para el alma que había elegido ese lugar único.
Una leve brisa marina comenzó a desdibujar el crepúsculo.
Sintió frío, el sonido del libro al caer al piso la despertó.
De la mano del hombre depende que siga viviendo un futuro colmado de perfume y color.
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