Todos recordamos el desastre natural producido por un
tsunami en Fukushima.
El mundo entero asistía al peor espectáculo brindado por la
naturaleza.
Olas gigantes alcanzaban lugares inesperados.
De nada servía seguir el instinto de los animales que fueron
los primeros en correr a los cerros por el simple instinto de conservación.
Quienes estaban disfrutando la belleza de un día de playa en
el lejano oriente fueron fagocitados por la virulencia de las aguas muriendo en
las profundidades del océano.
Las rutas colmadas de vehículos se convirtieron en un
edificio conformado por chatarra de autos que minutos antes circulaban por
rutas perfectas.
El dios de las aguas arrastraba todo con fuerza impetuosa.
Imposible iniciar tareas de rescate, buscar sobrevivientes
cuando la naturaleza no aceptaba quien
la desafiara.
Dice el protocolo que a los emperadores no se los puede
mirar a los ojos, sin embargo las pantallas del orbe los mostraron pequeños y
llorosos dando su pésame a las víctimas.
No hacían falta las palabras reconfortantes, por sus caras
marchitas rodaban sin cesar las lágrimas.
Horas después se conocerían los daños producidos en las
centrales nucleares de Fukushima.
Las primeras explosiones no eran suficientes para
cuantificar la magnitud de los daños.
Valerosos científicos ingresaban con sus uniformes blancos
con la intención de reparar la fuga de la tan temida radiación.
No se sabe hasta la fecha cuantos perdieron la vida en el
intento.
De todos los sitios del orbe llegó ayuda humanitaria.
También expertos para ayudar a morigerar el desastre.
Hasta ese día la ciudad era un emblema, moderna, todos tenían
trabajo, casa propia.
Muchos trabajaban en la central nuclear hasta que la vida
dijo basta.
La orfandad se convirtió en reina.
En salvaguarda de sus propias vidas,los ciudadanos debieron
abandonar sus propiedades.
En ellas quedarían para siempre guardados los recuerdos.
Tres años después
visito Japón, todo ha sido reconstruido rápidamente.
Al llegar al aeropuerto mi contacto me espera con un ramo de
crisantemos, pese a la sonrisa en su mirada es notorio el horror de la tragedia
no tan lejana.
Será quien me lleve al hotel elegido para hospedarme, será
quien me lleve a recorrer la ciudad.
Me pregunta si me molesta que en el recorrido nos acompañe
su pequeño hijo, otro sobreviviente de su familia.
Lejos de sentir molestia me alegra que ese niño nos
acompañe.
La ruta a Fukushima
no tiene las grietas que deja en la tierra un terremoto.
El asfalto parece una cinta de plata.
A los costados de la
ruta crecen los cerezos, floridos como en cada primavera.
Capturo todas las imágenes, imágenes de soledad..
Minutos antes de llegar a la Central Nuclear
las barreras impiden el paso,hemos llegado a una zona peligrosa y temible por
la radiación.
Bajamos del vehículo, el niño me toma de la mano como si nos
conociéramos desde siempre.
El paisaje debe haber sido de extrema belleza.
Hoy la soledad embarga cada centímetro de ese lugar que
antes fuera semejante al paraíso en la tierra.
Imposible evitar derramar una lágrima, imposible
disimularlas cuando el nene me indica que en una casa de dos plantas que en su
momento de esplendor debe haberse parecido a una salida de un cuento, señala
con su manita informando que allí vivían con su mamá y hermanitos.
Una casa deshabitada como tantas otras, una casa donde
flotan los espíritus de quienes la habitaron.
El camino de regreso no es fácil.
Pese a ser un sobreviviente, el niño extraña a sus seres
amados.
Pide a su papá que se
detenga a un costado de la ruta.
Quiere me lleve un recuerdo.
Con agilidad sube a un árbol de cerezos, corta una rama
florida para entregarme.
Mientras viva esas flores descansarán para siempre entre las
hojas de un libro, Hiroko sabe que lo llevaré en mi corazón eternamente.
http://www.youtube.com/watch?v=hskCoPqt4yc
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