Los adolescentes entraron al castillo de Leopoldo II.
Al atravesar la reja jugaron en los extensos jardines.
Pese al abandono, entre las hierbas continuaban naciendo flores multicolores.
Él quería sorprender a su compañera preferida, a la que aún no le había declarado su amor.
Al abrir las puertas de la mansión imaginaron el esplendor de épocas pasadas.
Solo, subió a las habitaciones de la reina, pese al tiempo transcurrido estaba intacta.
Grandes almohadones con puntillas cubrían una cama amplia.
Sorprendido ante la belleza del lugar, pasó al vestidor.
Eligió un vestido de terciopelo rojo bordado con hilos de oro.
Sacudió el polvo adherido a la riqueza de la tela.
Lo guardó en una caja.
Observó el retrato del rey, con objetos que encontró en el sitio formó la barba y los bigotes para parecerse al monarca.
Apresurado bajó las escaleras.
La brisa jugaba con los cabellos de la muchacha, era demasiado hermosa.
Le pidió vistiera las ropas contenidas en la caja.
Se veía más bonita, faltaba la corona.
Tomó una rosa para prenderla en el cabello.
Quien fuera reina por un día se convirtió en la dueña de su corazón.
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