Era un ser extraño.
Pocas veces entablaba diálogos con las personas.
Vivía en un mundo para muchos desconocido.
Atemporal, ermitaño.
Alguna vez había conocido el amor, en ese tiempo sus ojos celestes como el océano invitaban a sumergirse en ellos.
Amaba a Diana.
Se dilataban las pupilas cuando alguien osaba mirarla, destellos rojizos enturbiaban su mirada, en esos instantes los acontecimientos se precipitaban dando lugar a la brusquedad, a todos aquellos sucesos que hubiera sido posible evitar.
Ella intentaba sin éxito explicarle que los celos enfermizos que lo poseían, de a poco irían desgastando el amor que se profesaban.
El otoño vestía de ocres y dorados el paisaje, crujían las hojas al paso cansino de este hombre.
Se lo observaba silencioso, taciturno, solo.
Remodelaba la casa que compartía con el amor de su vida.
Cerrojos en las puertas, ventanas tabicadas.
La oscuridad sería preludio de la tragedia.
Infructuosamente buscaban a Diana.
Cuando los gemidos de la muchacha indicaron el lugar del encierro, el odio encendido convirtió todo en cenizas.
Etéreas, transparentes, dos siluetas enlazadas se elevaban al infinito.
En ese sitio eterno, donde jamás llegarían las miradas indiscretas, intentarían el renacimiento del amor que tiempo atrás había unido sus vidas terrenas.
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