Omar dejaba después de diez años su lugar en los bosques de arrayanes de Valdivia, los conocía como la palma de su mano, extrañaría a sus compañeros.
El destino lo haría cruzar uno de los tantos lagos del sur para trabajar del lado argentino.
Alondra llevaba varios años en el lugar, podría decirse que la zona boscosa era su segunda casa.
Los guarda parques se hicieron amigos, Omar integraba el grupo de ella, reconocían las especies.
Indicaban a los turistas el nombre de cada una de ellas, por las tardes en la casa madera con techos de tejuelas a dos aguas para que en invierno se deslizara la nieve cerca del hogar, se contaban sus vidas.
Eran como hermanos, compartían el mate que acompañaba largas charlas.
Concluido el horario de sus tareas cruzaban el bosquecillo de cañas, enmarañadas formaban un techo que impedía observar el límpido cielo.
Sentados al borde del lago reían al mirar los penachos blancos que la brisa utilizaba para vestir el oleaje.
Alejado casi bordeando la falda de la cordillera un catamarán repleto de turistas se mecía en las aguas azules, filmadoras y cámaras fotográficas capturaban tanta belleza.
Los rayos de sol comenzaban a esconderse, destellos dorados irradiaban su luz al firmamento hasta convertirlo en una colorida paleta de matices rosados y púrpuras.
Era hora de emprender el regreso.
Realizaban el mismo camino, les gustaba pararse cerca de las cadenas que contenían al viejo ejemplar de arrayán de tronco color canela, las letras de la chapa que lo identificaban decían que era un ejemplar nacido hacía más de dos mil años, testigo del nacimiento del hombre cristiano, uniendo sus brazos hubiera sido imposible abrazarlo.
Los lugareños lo habían bautizado como “El abuelo”.
El hombre ambicioso hacía más de cien años había intentado talarlo, produciéndole heridas profundas que hacían temer por su estabilidad.
El abuelo siguió creciendo, los líquenes acariciaban la corteza, avivaban la savia que corría por las entrañas del viejo árbol, la lluvia se transformaba en rocío celestial para que siguiera creciendo, muchas aves autóctonas formaban sus nidos para darle más vida.
En la cúspide, racimos de hojas se elevaban al universo.
Rendidos ante el majestuoso árbol, los guarda parques se abrazaron emocionados, no tardó en aparecer el primer beso, la pasión encendía sus cuerpos.
Así como “El abuelo” que tardó en llegar casi a las puertas del edén, Alondra y Omar se dieron cuenta que en ellos había despertado el sentimiento más noble que puede unir a una pareja.
Igual que el arrayán más anciano del bosque, que fuera alimentado por otras plantas para que creciera sano y fuerte, unidos por un amor indisoluble, seguirán juntos eternamente, la pasión será contenida en la belleza de la naturaleza.
http://www.youtube.com/watch?v=3QnGbPDjb5E
El destino lo haría cruzar uno de los tantos lagos del sur para trabajar del lado argentino.
Alondra llevaba varios años en el lugar, podría decirse que la zona boscosa era su segunda casa.
Los guarda parques se hicieron amigos, Omar integraba el grupo de ella, reconocían las especies.
Indicaban a los turistas el nombre de cada una de ellas, por las tardes en la casa madera con techos de tejuelas a dos aguas para que en invierno se deslizara la nieve cerca del hogar, se contaban sus vidas.
Eran como hermanos, compartían el mate que acompañaba largas charlas.
Concluido el horario de sus tareas cruzaban el bosquecillo de cañas, enmarañadas formaban un techo que impedía observar el límpido cielo.
Sentados al borde del lago reían al mirar los penachos blancos que la brisa utilizaba para vestir el oleaje.
Alejado casi bordeando la falda de la cordillera un catamarán repleto de turistas se mecía en las aguas azules, filmadoras y cámaras fotográficas capturaban tanta belleza.
Los rayos de sol comenzaban a esconderse, destellos dorados irradiaban su luz al firmamento hasta convertirlo en una colorida paleta de matices rosados y púrpuras.
Era hora de emprender el regreso.
Realizaban el mismo camino, les gustaba pararse cerca de las cadenas que contenían al viejo ejemplar de arrayán de tronco color canela, las letras de la chapa que lo identificaban decían que era un ejemplar nacido hacía más de dos mil años, testigo del nacimiento del hombre cristiano, uniendo sus brazos hubiera sido imposible abrazarlo.
Los lugareños lo habían bautizado como “El abuelo”.
El hombre ambicioso hacía más de cien años había intentado talarlo, produciéndole heridas profundas que hacían temer por su estabilidad.
El abuelo siguió creciendo, los líquenes acariciaban la corteza, avivaban la savia que corría por las entrañas del viejo árbol, la lluvia se transformaba en rocío celestial para que siguiera creciendo, muchas aves autóctonas formaban sus nidos para darle más vida.
En la cúspide, racimos de hojas se elevaban al universo.
Rendidos ante el majestuoso árbol, los guarda parques se abrazaron emocionados, no tardó en aparecer el primer beso, la pasión encendía sus cuerpos.
Así como “El abuelo” que tardó en llegar casi a las puertas del edén, Alondra y Omar se dieron cuenta que en ellos había despertado el sentimiento más noble que puede unir a una pareja.
Igual que el arrayán más anciano del bosque, que fuera alimentado por otras plantas para que creciera sano y fuerte, unidos por un amor indisoluble, seguirán juntos eternamente, la pasión será contenida en la belleza de la naturaleza.
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