Han pasado diez años, nadie sabe que Ramírez mató a la mujer que más amaba.
La ciudad está desierta, los mísiles terminaron con ella.
Descansa en la camilla del laboratorio, por sus venas pasa un líquido extraño, en otro estado de conciencia confesará el delito cometido.
Sebastián, su hijo está al frente de la investigación, dopado no lo reconoce, las preguntas se suceden, la voz entrecortada por los medicamentos relatan la historia.
“Trabajé en la sección homicidios de la departamental del distrito, resolví asesinatos, me ascendieron a jefe, trabajé demasiadas horas, quitándole tiempo a mi familia.
La vi con otro, busqué el revolver, un disparo certero terminaría con la vida de ella.
Quemé todos los expedientes que me involucraran, nadie tendría certezas, no soy inocente, mi condena será breve, no era yo quien empuñaba el arma, estaba loco”.
El sueño es profundo, el corazón parece aquietarse, Sebastián se quita los guantes, sabe que no podrá perdonarlo, lentamente cierra con las manos desnudas los ojos de su padre, quita las esposas que contienen las manos del hombre que vio como ejemplo, junto a un rosario las acomoda sobre el pecho inerte.
Ahora en paz podrá llorar a su madre.
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