Nadie sabe a ciencia cierta si el fin de la vida es el principio de otra eternidad.
Mientras piensa en esas posibilidades le gustaría reencarnarse en un cuaderno.
Hojas blancas que recibieran los dibujos de un niño, volcando los primeros trazos sobre el papel.
Observar la lágrima cautiva ante la imposibilidad de retratar un paisaje copiado a un libro de cuentos.
Imaginariamente permitirle que viaje por mares y montañas, lograr que pinte una puesta de sol o una estrella capaz de encender la transparencia oscura del cielo.
Sentir la caricia de los coloridos lápices que le otorgan vida al papel.
Acompañarlos en la adolescencia, rogando que no lo dejen archivado en una mochila.
Ser el mejor amigo, a quien le pueden contar las sensaciones vividas cuando robaron el primer beso a la chica que ocupa todas las horas de sus días.
No importa si está soñando despierto.
Intentar que por un rato olvide la tecnología entregándose a la cotidianeidad de escribir.
Proteger con sus tapas las letras que nacen de su alma con aspiraciones de poeta.
Que en pocos renglones dibujen una clave de sol, a la que seguirán las notas de la mejor canción.
Aprisionar en cada carrilla todas las fechas, las que hicieron sentir que subía los peldaños de la escalera que lo llevaría a estar más cerca del universo estelar o las otras que los recuerdos convierten en llanto.
Le agradaría que allí figuraran los acontecimientos que marca el destino, sin excluir ninguno.
El sabría como contener la alegría o el dolor.
Finalmente le gustaría que el anciano que camina hacia la plaza para buscar la caricia del sol, lo llevara bajo el brazo protector.
Sentarse los dos en un banco de madera para admirar las pequeñas cosas, esas que el apuro propio de la juventud le impidió ver.
Pedirle que comience a repasar cada una de las hojas del viejo cuaderno, recordar los dos, antes que llegue la hora de partir a otro lugar o volver a ser.
http://www.youtube.com/watch?v=5w0Xy_6WIY0
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