Temblaba de excitación.
No quería dar crédito a las noticias que hablaban de la salud de su cantante predilecta.
Miles de veces había soñado con ese cuerpo de ébano.
Vibraba al rodearla imaginariamente con sus brazos.
Caminaba por todos lados con su pequeña radio.
Sentado en la plaza observaba como caían las hojas que el otoño insistía en colocar en otro lugar.
Alfombras ocres, doradas, crujían a su paso.
Recuerda el último cumpleaños, el acceso dificultoso a la puerta de entrada.
Los racimos de glicinas que pendían de la enredadera obsequiaban color y fragancia.
El asadito esperaba a toda la familia.
Fátima su mujer había tendido la mesa.
Pulcro el mantel con puntillas, en las esquinas se destacaban los bordados creados por su compañera.
Ella sabía de sus sensaciones oníricas.
Reía cuando le reprochaba por ese amor platónico que le demandaba horas de su tiempo.
Inolvidables escenas cuando le acercaba el mate caliente y él estaba viajando para encontrarse con esa voz mágica.
Discusiones emblemáticas, ella insistía que el apodo de “la voz” le correspondía a Franck.
Sonríen al evocar el regalo del nieto menor, un MP3 para que cada uno escuchara la música de sus cantantes favoritos.
No sabían como utilizarlos, con paciencia lograron alcanzar el objetivo.
Caminan por la plaza, abrazados como ayer.
Suave la brisa juega con los cabellos plateados de la pareja.
El gorjeo tardío de un picaflor posado en una rosa que no quiere desaparecer, traerá un beso dulce, tranquilo, con el sabor de otra pasión, la que traen años de encantador convivir.
El tiempo compartido no pudo atemperar su dulzor.
El agua cristalina del bebedero los incita a jugar como antes.
Están juntos.
Se conocen tanto.
Ella tararea la canción favorita de su amor.
Pareciera que la acompañara un coro de ángeles.
Allá lejos, la mujer de ébano lucha por vivir.
El abrazo que se prodigan es igual al de la juventud.
Ellos se amarán siempre, arrullados por las voces que nunca se apagarán.
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