Recorría varias leguas para darle clases de música a su alumna predilecta.
El cochero lo esperaba mientras él se deleitaba observando los avances de la adolescente.
Los acordes del violín matizaban el tiempo compartido.
Suaves curvas en la silueta de la niña asomaban pudorosos, carita de porcelana iluminada por un par de ojos azules, evocaban el paisaje de su amada Viena.
Ese lugar lo había visto nacer, allí se enamoró de la música.
Distintas circunstancias lo llevaron a cruzar el océano.
Recordaba a sus padres despidiéndolo en el puerto.
Tibios abrazos, lágrimas y pañuelos quedarían para siempre grabados en su alma.
El viaje que lo llevaría a otras tierras atravesaría tormentas y quietud cuando la mágica luna se colgara del cielo.
Enamorado del amor había llegado a las tres décadas en soledad, conociendo amores fugaces como la luz de las estrellas.
Instalado en la pensión del pueblo marítimo veía que los ahorros se esfumaban como la brisa que no descansa hasta convertirse en viento que elevaba la cresta de las olas en su efímera danza.
Era momento de comenzar a trabajar.
El dueño de la vivienda que ocupaba le ofreció el pequeño salón para que diera sus clases de música.
Regularmente los padres le enviaban encomiendas, ahorraba todo el dinero que aquellas traían.
Al cumplir los treinta y dos años pudo adquirir su propia casa.
Los alumnos venían desde lejos.
Osvaldo adoraba a su única hija, no obstante no la dejaría viajar a tomar clases de música.
El pueblo le otorgó cierta fama al profesor.
Poco tiempo después el padre de Griselda lo contrataría con el objeto de cumplir los sueños de su hija.
Día por medio lo pasaban a buscar en el carruaje tirado por briosos caballos.
Su corazón cabalgaba en su pecho al ritmo de ellos.
El destino había puesto en su camino a una mujercita de inigualable belleza.
En las noches solitarias se preguntaba como derribar el prejuicio de la edad.
Jamás había sentido nada parecido por ninguna mujer.
Don Osvaldo al fin cedió a las pretensiones del músico.
El pueblo festejó la boda de Griselda con el extranjero.
El día que nacía el tercer hijo de la pareja, el abuelo decidió partir para reunirse en otros cielos con la mujer que había amado siempre.
Nada los ataba al paisaje en que se habían conocido.
Meses después estaban instalados en Viena.
El cambio no favoreció a la pareja.
Por las noches el artista se alejaba demasiado, no hacía partícipe a su mujer de los logros que había obtenido.
Ante los requerimientos de Griselda aducía falta de tiempo y compromisos.
Nada faltaba en la lujosa casa que habitaban.
Las institutrices cuidaban y educaban a los niños.
Eran reconocidos en todos los ámbitos de la sociedad.
El hartazgo contaminaba la vida de ella.
Una noche de concierto preparó a sus hijos, no querían nada, detestaban los honores y las loas al artista.
El navío esperaba a los pasajeros, regresarían a la vieja casa del abuelo.
Allá lejos intentarían olvidar un amor de hielo.
El alcohol sería la única compañía del músico.
No podía ni quería desandar el camino que lo llevara al amor que le había dado sentido a su vida.
Tarde supo que había perdido a su familia.
Tambaleando se acercó al escritorio, dejaría una pequeña esquela.
Nadie sería culpable de su elección.
Un disparo certero callaría su corazón para siempre.
A miles de kilómetros el cuerpo de Griselda se estremeció.
Abrazada a sus hijos entendió que había culminado lo que pudo ser una gran historia de amor.
http://www.youtube.com/watch?v=DH7teDF51bA
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