Fui prácticamente despedida de mi trabajo por toser, no pude explicar que se debía al fuerte olor de los disolventes que se utilizan para diluir las pinturas.
En pocos minutos estaba encerrada en una cabina de acrílico.
Los electrodos pegados a mi cuerpo lograban acelerar los latidos de mi corazón.
Intenté hacer ejercicios de relajación, no entendía por qué todos corrían sin rumbo cierto.
Cerré los ojos, logré dormirme.
Un perfume a rosas recién cortadas inundaba el sitio.
En un parque de sutil belleza, Él acomodaba la tela sobre el atril, en una banqueta alineaba los pomos de pintura.
La mano izquierda sostenía la paleta en la que mezclaría los colores que darían vida a su obra.
Trazos ligeros asemejaban sus manos al aleteo de los pájaros.
Pocas veces volteó su rostro para observarme, aún así pude admirar su hermosa y plácida sonrisa, esa que se dibuja en la cara de las personas cuando están inmersas en una tarea que los hace felices.
Los pinceles bailaban sobre la tela, los colores se casaban entre sí haciendo nacer los más bellos matices.
La brisa rompió las paredes que contenían mi cuerpo, en un instante los electrodos desaparecieron.
Libre pude acercarme al artista plástico, maravillada miraba el crepúsculo plasmado en el óleo, rosas y violetas incrustados en un cielo azul.
Él no entendía las palabras que pronunciaba.
Desde entonces nos comunicamos con el lenguaje de las miradas.
No quiero despertar de este sueño, nos espera la casa rodeada de verdes colinas.
En su interior, junto al crepitar de los leños nacerá la pasión.
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