Estudioso como pocos, todos le llamaban el sabio.
Un ser encantador, compartía conocimientos con todos los que se acercaban a su humilde casa, situada a orillas del Índico.
Vivía como un asceta, no necesitaba más.
Por las mañanas apoyado en su bastón recorría la isla.
Fascinado observaba una y otra vez el vuelo de las coloridas aves, desde joven sabía identificarlas por el sonido de sus gorjeos.
Siempre atento tenía una palabra para brindar consuelo a los más necesitados.
Cuando el crepúsculo otorgaba matices púrpuras y violetas, desandaba el camino.
La casa de puertas abiertas lo esperaba, como siempre sobre la mesa encontraba comida y bebidas frescas.
Sonreía ante la amabilidad de sus vecinos, por el sabor conocería de quien procedía el envío.
Por las noches su mayor entretenimiento era contar las estrellas fulgurantes, encendidas en el universo azul.
En esos momentos de meditación recreaba las imágenes de sus seres queridos que habían partido hacía mucho tiempo al lado de un ser superior.
Añoraba los momentos compartidos, no existían mejores sueños.
Supo rechazar jugosas ofertas de los poderosos que habitaban otras regiones, cruzando el canal de Mozambique.
Jamás se iría de su lugar.
Continuaba con la rutina diaria.
Un atardecer al llegar a su morada encontró un papel amenazante.
Sin turbarse lo arrojó al fuego.
Seguiría fiel a sus costumbres sin amedrentase, estaba seguro de haber realizado todo bien.
Cubrió su delgado cuerpo con una manta, oró hasta que el sueño se apoderó de él.
Jamás imaginó que esa noche un episodio desagradable ocurriría en su casa.
El poderoso no acepta negativas de ninguna especie.
Horas después los habitantes de la isla encontraron la casa del sabio incendiada.
No podían rescatarlo del fuego.
La pequeña chimenea mostraba cenizas que se elevaban al universo celestial.
El conocedor de la vida había muerto en libertad.
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