Está harta, diez años han pasado desde su casamiento.
Al principio todo parecía normal, un matrimonio casi perfecto.
Entre los dos compraron la casa que habitaban.
Cuando le anunció el nacimiento del primer hijo, él comenzó a cambiar su carácter.
Con dureza le exigió que renunciara al trabajo, no aceptó.
Poco le importaba que la tildara de feminista, siempre decidiría sobre sus derechos y tener un hijo no significaba ningún impedimento.
Su marido se mostraba molesto, agresivo hasta que un día comenzó a golpearla.
Inmediatamente le pidió divorcio.
Sobrevino un tiempo de calma, cargado de promesas que nunca se cumplirían.
Nació una niñita bella como su madre.
Se reiteraron los episodios violentos, ella disimulaba con maquillaje la marca de los golpes.
Las denuncias se repetían, lo llevaban detenido por unas horas, cuando regresaba mostraba toda la bestialidad contenida en la celda.
El juicio de divorcio fue rápido, en el dictamen se aclaró que el hombre no podría acercarse a la casa, debería existir una distancia de doscientos metros.
Cada quince días tenía la posibilidad de ver a sus hijos, acompañado de una persona especializada.
Ella en su tiempo libre dirige una fundación, allí orienta a las víctimas de violencia familiar.
Se les recuerda cada día que hombres y mujeres tienen los mismos derechos.
Ante la primer amenaza deben concurrir a formular la denuncia.
Las mujeres que integran la organización sin fines de lucro no son feministas, intentan ser justas.
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