Ellos se observaban, no sabían qué decirse.
En silencio recorrieron la antigua casona.
Pese al tiempo transcurrido, los jardines que la rodeaban conservaban la belleza de antaño.
Abrazaban las columnas vistosas enredaderas, varias mariposas aletearon al escuchar el ruido de los pasos de los que hace mucho tiempo se habían amado, el sol casi escondido entre nubes grisáceas, proyectaba la sombra de la pareja.
La puerta de doble hoja tallada, ansiosa esperaba ser abierta.
Adentro hacía frío, él colocó su saco sobre los hombros de ella.
Recorrieron el amplio salón, una rosa seca descansaba sobre la tapa del piano.
Descubrieron los muebles, las sábanas blancas parecían fantasmas de formas indefinidas.
Abrieron las ventanas para que junto al aire fresco ingresara el aroma de las flores de los jardines vecinos, el rumor de las olas que rompían en la playa, dibujando la arena.
Otro tiempo supo encontrarlos amándose en el agua de un océano inmenso, tanto como el amor que se profesaban.
Los dos seguían en silencio, habían programado el reencuentro, no pensaban en los resultados.
Jamás habían dejado de amarse, años antes la vida los había separado, como pudieron rehicieron sus destinos alejados uno del otro.
Culminaron etapas dolorosas con el inevitable divorcio, sin reclamos, solo con recuerdos compartidos que guardaban en sus almas, lejos de la mirada inquisidora de los otros.
La primera vez se vieron en cualquier esquina, no importaba el lugar, sus miradas se cruzaron, en poco tiempo solo tendrían cabida las caricias que inician el juego del amor.
Un amigo en común procedió a informar los nuevos teléfonos de la ex pareja, las llamadas se sucedieron hasta que pactaron el reencuentro.
Dentro de la casa afloraron los recuerdos, dejaron que cual pájaros volaran hacia el exterior.
No hablaban, no sabían qué decirse, solo dejaron paso al renacer de los sentidos.
Como ayer el lenguaje del amor tomó sus siluetas, los apresaría para siempre.
El amanecer los encontró en la cama, inmóviles, abrazados, la lividez se había adueñado de sus rostros, nuevamente el destino intentaba separarlos.
Juntos descansan en su última morada, en paz infinita reposan debajo de un almendro cubierto de flores rosadas, el mismo color que debió tener el reencuentro.
La vida azarosa quiso que su lugar en el mundo fuera la eternidad.
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