Tenía sentimientos encontrados.
Nunca fue afecta a las reglas de lo políticamente correcto.
Aceptó la invitación de su madre.
Presentía que la cena de tres comensales sería igual a otras.
En la gran mansión la mesa estaba dispuesta para recibir a las invitadas.
Los candelabros pulidos a fuerza de manos que no ignoraban la actitud de la dueña de casa.
En todos los sitios de la casa había flores recién cortadas, perfumaban el ambiente.
La imágen de la madre infundía respeto.
Un champagne antecedía la cena de tres comensales, todo parecía acartonado, pensándolo bien lo era.
Apareció ella bajando la escalera, apoyada en el bastón con mango de oro.
La hija esbozó una sonrisa al verla enfundada en terciopelos y encajes, el cabello recogido, un broche de brillantes sosteniéndolos.
Parecía salida de un cuadro vetusto.Al verla se preguntó si tenía suficiente capacidad de comprensión para entender a su única hija, heredera de sus cuantiosos bienes.
La cena transcurrió con parsimonia.
La joven escondió su risa ante el reto sin sentido a uno de los asistentes.
Las bandejas de plata contenían manjares para agasajar a las visitantes.
Charlaron de cosas sin mayor trascendencia.
El champagne esperaba en el balde.
Ella estaba segura que la confesión la alejaría de los círculos más dilectos.
Nada le importaba cuando de sentimientos se trataba.
Las tres festejaron el nacimiento de un nuevo día.
El frío era preludio de una madrugada inolvidable, los leños crepitaban.
Disipados los fantasmas Milagros contó a la anciana que estaba dispuesta a perder todo, solo le importaba gritarle al mundo que al amor había llegado a su vida quebrando todas las barreras.
María sería su mujer para siempre, dejando de lado los preconceptos.
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