Friday, April 16, 2010

MÚSICA Y PINTURAS




Blanca, inmaculada espera la tela ajustada en el caballete del artista.
Pese a que el otoño apareció disfrazado de verano, no le molesta estar ubicada en un rincón del jardín.
Pocos saben que ella puede sentir las fragancias que emanan las flores tardías que aún albergan los canteros.
Desea que esta vez el cuadro sea el más famoso de todos los que se han pintado.
Quiere visitar como lo hicieran sus familiares los museos más renombrados, por un instante estar en El Prado junto a las joyas que dejara el gran Diego Velásquez.
Está impaciente, los últimos rayos de sol se sumergen en el lago, en un rato se encenderán las estrellas en el cielo para cortejar a la luna.
Las luces artificiales del jardín toman vida.
Sonríe.
Ha llegado la hora de cambiar la superficie por colores.
Trazos ligeros otorgarán forma al cuadro.
Con un movimiento suave hace caer el pincel de la mano del artista, apenas puede sostener la paleta que contiene todos los matices.
El aroma de los jazmines se mezcla con el alcohol que una vez más ha ingerido el pintor.
Muchas noches ha escuchado su llanto por el amor que ha perdido.
En ese instante que la obra se mimetiza con el autor, quisiera pedirle que tenga una vida más tranquila.
De nada valen las peleas que casi a diario sostiene con sus congéneres, no comprende que todos buscan para él, una mejor calidad de vida.
Ha visto que Claude pinta su famosa mujer con sombrilla.
Cree no tener dudas, es ella quien ha posado para que su amigo la retratara.
Etérea, vestida con colores pastel, el cabello sostenido en la nuca.
El sombrero oscuro ajustándolo.
Pasos que el artista no puede olvidar cuando la veía deslizarse por las gramillas florecidas.
Cuánto la desea, añora las caricias lánguidas que lo llevaban al éxtasis.
Besos cálidos preludiaban la unión majestuosa de los cuerpos.
En aquella época no conocía los celos.
Se amaban con delicadeza o furia.
Nadie podía trasponer las rejas negras que encarcelaban la mansión en la que vivía acompañado de sus recuerdos.
Dejó que se fuera.
La lloró en silencio.
El amor enfermizo lo vencía cada día un poco más.
Ebrio plasmó en la tela su propio retrato.
Mirada perdida que no observaba nada.
Ceño adusto.
Quería ser inmortal cuando estaba muriendo.
El corte con la navaja fue preciso.
Para qué quería los oídos si no podía escucharla.
La tela se tiñó de rojo sangre.
Los cristales de la copa estallaron en mil pedazos.
Música tenue acompañaba el perfume de las rosas.

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