Friday, August 15, 2008

LA CASA DE LOS MISTERIOS






Greta y María eran hermanas, vivían en el campo, la casa era cómoda entre las dos se repartían las tareas para mantenerla, por las tardes se sentaban debajo de los durazneros que serpenteaban el ingreso a la vivienda, para dedicarse a labores manuales que luego venderían.

Distraídas en su trabajo no escucharon la llegada del chasqui, en sus manos traía un sobre de madera dirigido a ellas.

Colocaron la tela bordada sobre una mesa.

Debían viajar a Buenos Aires, Eugenia, su única tía había fallecido, les había dejado como herencia una propiedad, junto al escrito se encontraba la llave de la casa.

Mientras una preparaba el equipaje, la otra iba a contratar la carreta que las llevaría a destino.

Algunos vecinos le pidieron que tomaran recaudos, el dueño no era bien visto por su carácter tosco.

Saldrían por la mañana el viaje insumiría casi dos días, dos caballos negros tiraban de la carreta, el hule negro del techo las protegería de las inclemencias del tiempo.

Unos minutos antes de llegar los caballos se mostraban inquietos, hasta el punto de desbocarse entre saltos y relinchos.

Las hermanas bajaron, caminarían la media legua que les faltaba, sobre las calles de tierra rozaban las puntillas de sus enaguas, a pocas cuadras se veían los adoquines que conformaban el asfalto.

La vivienda parecía abandonada, el pasto crecido llegaba hasta las ventanas.

Un cuervo con sus melodía gutural les dio la bienvenida.

Encendieron velas y faroles para iluminar el salón, quitaron las sábanas que cubrían los muebles, sacaron las telarañas de los cuadros, por primera vez tenían miedo, era tarde, con la luz diurna conocerían el resto de la propiedad heredada.

Greta limpió la mesa, allí apoyó la canasta en la que habían traído algunas provisiones.

Cansadas por el viaje se recostaron en unos sillones, intentarían dormir unas horas.

La madrugada las encontró despiertas, abrazadas escuchaban toda clase de sonidos, puertas que se abrían y cerraban solas, los vidrios de las ventanas comenzaron a romperse, salieron al jardín para comprobar que no había viento, en ese instante las paralizó un lamento, parecía la voz de la tía fallecida.

No era posible Eugenia hacía varios días había sido sepultada.

Las hermanas creyeron que esos pequeños sucesos se debían al cansancio, de la mano ingresaron a la casa.

Sumidas en un sueño profundo no advirtieron que los ruidos seguían.

El primer rayo de sol las despertó, no podían creer aquello que se presentaba a sus ojos, todo estaba ordenado y limpio, habían desaparecido las sábanas que cubrían los muebles, los cuadros desprovistos de telarañas, las imágenes parecían haber cobrado vida, sobre la mesa de la cocina dos tazas de café humeante y galletas tibias.

El piso de baldosas blancas estaba manchado por un hilo de sangre fresca, intentaron quitar la mancha, se mostraba resistente hasta convertirse en un charco, siguieron la marca llevaba a una habitación, la puerta de madera se quejaba al abrirla.

Apenas pudieron mirar el interior sobre la cama descansaba el cuerpo de Eugenia.

Esa casa fue vendida muchas veces, siempre los ocupantes encontraron lo mismo, el cuerpo de una mujer atravesado por una daga.

Pasados doscientos años en el sitio que se levantaba la casa, hay una plaza, inexplicablemente en el centro de ella crece un rosal de flores blancas, sus pétalos son cortados por una línea color rojo sangre, cuando cortan sus tallos pareciera que el rosal que nadie puso allí emite un quejido, la sabia que las alimenta, también es colorada.

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