Monday, July 02, 2007

EL ALTILLO DE MILAGROS

Pronto debería abandonar su casa, era pequeñita, sus ojos vivaces, como azabaches iluminaban la vida de su madre que la cuidaba con ahínco y esmero, como todas las mamás.
No importaban las inclemencias del tiempo Mili siempre estaba con el ser que le dio la vida, a su manera eran felices.
Esta niña en su casa tenía un lugar exclusivo para ella, el altillo.
La madre había decorado las sogas que sostenían los peldaños con hojas de árboles y cada tanto un muñeco, alegraba cada escalón.
En la buhardilla Mili guardaba todos sus juguetes, aún aquellos que por la edad había dejado de usar.
Por la tarde la niña se pasaba horas en el sitio hablando con sus amigos imaginarios.
A media tarde su mamá le subía la merienda para todos, se integraba unos minutos al juego de la nena para no dejarla sola.
Encendía la salamandra para que el lugar fuera más cálido, aprovechaba la ocasión que dan los juegos para decirle a la niña que la nueva casa estaba un poco alejada y no tenía un espacio como el que Mili adoraba.
Cuando su madre bajaba, la nena sentaba en una pequeña silla a una muñeca que casi eran iguales en tamaño, le ponía una servilleta para no manchar el vaporoso vestido.
Ese ritual se repetía todos los días.
Una tarde golpeó las puertas de la casa un hombre desconocido en sus manos traía una notificación, en dos días deberían abandonar la casa.
Como todas las tardes la madre subió al altillo donde estaba la niña, se quedó un instante parada detrás de la puerta, solo escuchaba el sollozo de la pequeña.
Grande fué la sorpresa, al ingresar al altillo, su hijita sin que nadie se lo indicara había guardado en un viejo baúl todos los juguetes que la acompañaron en tantas tardes de juego.
Madre e hija se miraron, sobraban las palabras, ambas sin saberlo sabían los sucesos que acontecerían en pocas horas.
En la vieja camioneta cargaron todas las pertenencias.
Instaladas en la nueva casa, la nena no hablaba, las crisis de llanto se repetían, visitaron al médico quien comprobó que la pequeña gozaba de perfecta salud.
Las actitudes de la nena eran producto de la soledad y el desarraigo.
Pasaron los días y el cambio no aparecía, en infinitas oportunidades se mezclaban las lágrimas de ambas.
La madre debía seguir trabajando para sostener el hogar.
Un domingo llegó de visita el padre de nuestra protagonista, saludó apurado y de su auto bajó maderas y todo lo necesario para construir en un costado de la terraza un pequeño desván.
Al caer la tarde estaba armado, no tenía escaleras con sogas de flores y muñecos pero a la nena le conformaba.
En pocas horas los juguetes del desván estaban descansando en el sitio elegido.
Cuando los padres fueron a avisarle que la hora de los juegos había finalizado, encontraron a la chiquita abrazada a su muñeca, estaban arrodilladas ante un crucifijo, ambas le pedían a Dios que el papá se quedara para siempre.

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