FLORES DE LINO

Vive en la campiña francesa, lugar privilegiado.
La señorial casa está bordeada de parques y jardines.
La vista es magnifica, profusión de fragancias y colores.
Árboles por los que el otoño comienza a dejar matices dorados.
Un escultor no les podría haber otorgado mejor forma a los pequeños arbustos.
Más allá, se destaca el azulado de las flores de lino, donde termina esa postal soñada como un espejo quieto se encuentra un lago de aguas profundas.
Quien no conoce el sitio podría confundir el tono de las flores con el azul del cielo llamando a la noche o tal vez con el líquido, armonioso baña la costa.
A su vera majestuosos los flamencos asemejan estatuas.
Ese paisaje salido de un libro de cuentos es observado cada mañana por el morador de la vivienda.
Reconocido en el mundo de la música ha elegido una zona alejada con el propósito de resguardarla su privacidad.
Los asistentes mantienen en perfecto estado la mansión.
El silencio solo es cortado cuando el tenor ejercita las cuerdas vocales.
Voz melodiosa, semejante al canto de los ruiseñores.
El teatro de la pequeña ciudad se viste de fiesta.
Por la noche el hijo pródigo brindará un concierto.
Rápidamente se agotaron las entradas.
Poco se sabe de la vida de este genio del canto.
Ubicados en butacas y palcos, vestidos para la ocasión los invitados convocan al tenor.
Lentamente las luces bajan la intensidad.
Un reflector iluminará el escenario, seguirá cada paso del artista.
Luce impecable un esmoquin negro, en el ojal un pequeño ramillete de flores de lino.
Deleitará a la audiencia.
Una y otra vez repetirá fragmentos de las canciones más conocidas.
Establece una conexión especial con el público, convocará a quien le hiciera llegar el arreglo floral que luce en su pecho.
Cual diosa pagana ella se acerca a su ídolo.
Interpretará la última canción tomándole las manos a su admiradora.
Misteriosa la noche será testigo del comienzo de un mágico idilio.

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