Lo contrataron para cantar en un acto multitudinario, la paga era buena, podría comprarse una guitarra nueva y seguir componiendo la música que le gustaba.
El pelo largo lo hacía parecer desalineado, no le importaban las formas.
Una correa adosaba la guitarra a su cuerpo, sus manos delicadas le arrancaban los más hermosos acordes.
Llamaron a la puerta unos desconocidos, tenían cara de pocos amigos.
Con violencia atravesaron el jardín de la vivienda, pisotearon algunas flores, le ofrecían lo que pidiera por no concurrir al acto para el cual había sido contratado, la negativa fue inmediata, era un hombre de palabra, intentó explicar que cantaría en una plaza cercana a un lago, esa misma en dónde el sol aparecía desde el fondo del agua tiñendo el cielo de rojo.
Ante la negativa apareció un hombre de físico robusto, de alma pequeña, ya que cubría su rostro con un pasamontañas, solo se podía ver una mirada clara, que atravesaba hasta el corazón.
Realizó una señal con la mano, a él se unieron otros encapuchados, cometieron toda clase de destrozos, con movimientos precisos le arrancaron la guitarra, la golpearon en la pared hasta convertirla en añicos.
El rostro del bajista no denotaba el terror que le producían esos hombres desconocidos.
Los dejó hacer sin emitir palabra.
Los visitantes se alejaron, al músico no le importó perder la guitarra, ya habría tiempo de reponerla, los personajes que lo visitaron, nunca comprenderán que la libertad no tiene precio.
Hoy elegirá un lugar abierto, una pequeña plaza de barrio, lo acompañará la inocencia de los chicos entregados a sus juegos, a ellos les cantará a capella.
Más tarde comprará golosinas, sentados sobre el césped de la plaza en una calurosa tarde de julio, les contará un cuento.
Es la ocasión para decirles que más allá de las divisiones, de los reclamos, una patria somnolienta por la desidia , los espera.
No tiene más su guitarra, si transmitirá que la música armoniosa, une a los pueblos.
Más allá de cualquier suceso, seguirá cantando.
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